La imagen no es nueva: ya Discepolín nos anunciaba que terminaríamos en un mismo lodo, todos manoseados, y Porco Rex acerca la banda sonora de una película que estamos rodando a pesar nuestro. Un film con un puñado de actores que habita la irrealidad de esos comerciales de TV surrealistas con cuatro por cuatros recorriendo desiertos inhollados, y un elenco interminable de extras sin franquicia, que miran la fiesta de afuera y planean venganzas por lo bajo. En esta era donde nada es verdad y nada deja de ser verdad, como dijo lúcidamente el escritor J. G. Ballard, las calles cobran vida, sudan y se marean como un enfermo que delira de fiebre. Nuestra piel percibe un desastre a punto de suceder, algo que mañana saldrá en los diarios. Si hay alivio, es precario y efímero: aquí y ahora no pasó pero quizás allá y dentro de un rato sí. La voz interna nos reclama: “No quiero ser un número, no quiero ser una cifra. Quiero dejar una marca, no convertirme en un marcado.”
Finalmente uno comprende que es un invitado más de Porco Rex y empieza a responder a esta música extrema y claustrofóbica, hecha de capas de sonido abigarrado, con guitarras que disparan riffs quemantes antes de sumarse al aglomerado de la mezcla. La voz enmascarada del Indio convoca a la danza macabra de este Séptimo Sello porteño y las cartas del tarot de la corte porcina se caen una por una sobre el paño rojo de su portada. Cae el loser que “pedía siempre temas en la radio”; otra de esas polillas citadinas que buscan el calor de la llama y se queman, sin pena y sin gloria. Cae el reflejo inútil de recrear un amor que ya fue, convertido en rama desfoliada, entre bronces y bandoneones. Podríamos seguir en una lenta, letárgica letanía hasta deshojar todo el mazo de Porco Rex. Detenernos en espectros recurrentes de la fantasmagoria solariana, como el cheronca embustero, traidor de sus orígenes -otra de las infinitas variantes de la viveza criolla de la que hablaba Mafud- que habita “Te estás quedando sin balas de plata…” O compadecernos por un momento del iluso que vive un sueño sin fin encerrado en su tatuaje. Presenciar el desfiles de dioses que no nos quieren, soles que se mueren, amantes que no conjugan los mismos verbos y vuelos hacia el olvido... Pero el viajero que huye, tarde o temprano detiene su andar y si el segundo álbum del Indio, en algún punto, nos quema en el equipo, si tenemos que quitarnos los auriculares por un momento y mirar al vacío con una pregunta que no terminamos de formular, es porque la puntería de Solari es certera: su blanco es este chiquero nuestro de hoy, rutilante y menesteroso de ilusiones mediáticas flatulentas, en el que bailamos por un sueño entre carritos cartoneros. Sí, Porco Rex es una película, no hay duda. Pero el Indio no precisa hacer videos ni DVD. Las imágenes están vivas dentro de nosotros, gatilladas desde estos surcos digitales como balas en pos de nuestra cerebral corteza.
Alfredo Rosso