Hace unos días atravesé por una situación casi inédita y que me dió para pensar: comí fideos frente a un desconocido. De hecho no fue la primera vez que lo hice: en restaurantes he comido ante gente que no conozco, sólo que no compartí ni la mesa ni el momento con ellos.
Me encontré, de pronto, con un desconocido, en un ámbito laboral en el que me invitaron a almorzar. Había fideos con salsa de tomate. Me senté a la mesa y compartí el almuerzo. Por suerte no tenía ninguna ropa clara que cuidar y aún así, una diminuta semilla de tomate se clavó en mi remera negra como un misil.
Me encontré, de pronto, con un desconocido, en un ámbito laboral en el que me invitaron a almorzar. Había fideos con salsa de tomate. Me senté a la mesa y compartí el almuerzo. Por suerte no tenía ninguna ropa clara que cuidar y aún así, una diminuta semilla de tomate se clavó en mi remera negra como un misil.
La subida de los fideos y cuando guillotinarlos con los dientes sin parecer grosero (todos lo somos cuando comemos fideo) me demandó un esfuerzo extra.
No mancharme, no tragar bocados grandes, no andar cortando los tallarines en el aire y otras tareas más IVA, me hicieron recordar lo bueno que es hacer algunas cosas entre amigos.
No mancharme, no tragar bocados grandes, no andar cortando los tallarines en el aire y otras tareas más IVA, me hicieron recordar lo bueno que es hacer algunas cosas entre amigos.
Marcelo Gantman