Tendrían unos 14 o 15 años. Estaban con uniforme de colegio. Se besaban en una parada de colectivo. Eran esos besos que no se concretan en sexo. Estaban los dos parados, abrazados, y sus bocas estaban unidas por algo que ya he olvidado. En un principio me dió bronca, pero el semáforo, que se empeñaba en seguir rojo, me obligó a convertir el enojo en una profunda envidia. No pude recordar cuándo fue la última vez que el mundo se desvaneció a mi alrededor durante un beso. La envidia se convirtió en tristeza. En añoranza...y en dolor. Había algo en esos besos cálidos, húmedos e interminables, que presenciaban, como testigos mudos, los naranjos de la vereda del frente. Hubiera dado cualquier cosa por estar un rato en ese lugar. Malditos pendejos. Maldita inocencia y candor. Pago en euros por un beso que me transporte a la dimensión desconocida.
Guillermo Hernandez