En el comienzo, Dios
creó al gato a su imagen y semejanza. Y, desde luego, pensó que eso estaba
bien. Porque, de hecho, estaba bien. Salvo que el gato era holgazán y no
deseaba hacer nada. Entonces, más adelante, después de algunos milenios, Dios
creó al hombre. Únicamente con el objeto de servir al gato, de darle al gato un esclavo para
siempre. Al gato, Dios le había dado la indolencia y la lucidez; al hombre, le
dio la neurosis, la habilidad manual y el amor por el trabajo. El hombre se
dedicó de lleno a eso. Durante siglos construyó toda una civilización basada en
la inventiva, la producción y el consumo intenso. Una civilización que, en
suma, escondía un único propósito secreto: darle al gato cobijo y bienestar.
Es
decir que el hombre inventó millones de objetos inútiles, y por lo general
absurdos, sólo para producir los contados objetos indispensables para la
comodidad del gato: el radiador, el almohadón, el tazón para la leche, el tacho
con aserrín, el tapiz, la alfombra, la cesta para dormir y puede que incluso la
radio, porque a los gatos les gusta mucho la música.
Sin
embargo, los hombres ignoran esto. Porque lo desean así. Porque creen ser los
bendecidos, los privilegiados. Tan perfectas son las cosas en el mundo de los
gatos.
Sternberg, Jacques