Hace un tiempo, mientras daba una charla sobre
José de San Martín en un colegio primario estatal de una zona marginal de la
provincia de Buenos Aires, Nahuel, un chiquito de 8 años, me preguntó con la
habitual lucidez de nuestros niños: “¿Ya no nacen más héroes, no?” La pregunta
casi retórica de Nahuel me hizo pensar en qué había pasado con el heroísmo, con
los héroes, qué le habían hecho los años del neoliberalismo salvaje a la
memoria de San Martín y de todos los héroes famosos y anónimos de nuestra historia
pasada y reciente.
Por aquellos tristes días del “pensamiento
único”, no había lugar para ejemplos de entrega, de abnegación, de dar la vida
por la patria, de planes continentales de liberación. Durante los años de
entrega del patrimonio nacional, de estímulo incesante del egoísmo extremo, del
new age, la autoayuda, el éxito como premio y el hambre como castigo a la
“incapacidad”, San Martín y su ejemplo resultaban molestos, incómodos,
denunciantes de la mediocridad y el individualismo reinantes.
Tuvo que venir la debacle inevitable, la
muerte anunciada de la convertibilidad, que había reducido a nuestra sociedad a
una ecuación tan estúpida y vacía -pero extraordinariamente simbólica- como el
“uno por uno”, expresión perfecta del individualismo, del arreglarse solito,
del primero yo y del único pensamiento permitido. Tuvo que venirse abajo todo
aquel presente de evidente fantasía para que el pasado cobrara renovado
interés, y los paradigmas, los ejemplos, los héroes salieran a pelear
nuevamente contra tantos antihéroes que habían pasado a ser “la esperanza de
todo un pueblo” a miserables prófugos de los escraches populares.
José de San Martín merece ser rescatado para
la memoria nacional, merece ser humanizado y recordado tal cual fue, como un
hombre convencido de sus ideas, como un político liberal, en el sentido literal
y no en el que le dio en Argentina de la dictadura para acá.
Como señala Juan Bautista Alberdi: “Felizmente
el pasado no muere jamás completamente para el hombre. Bien puede el hombre
olvidarlo, pero él lo guarda siempre en sí mismo. Porque tal cual es él en cada
época es el producto y el resumen de todas las épocas anteriores.”
El general estaba cansado y enfermo. Tanta
ingratitud, tanta melancolía, tanto extrañar a su patria, a su querida Mendoza,
habían hecho mella en el invencible. Sufría asma, reuma y úlceras y en 1849 se
había quedado ciego. Se fue dejando morir en el silencio, no quería molestar.
Aquel 17 de agosto de 1850 amaneció nublado en
Boulogne Sur Mer. El general desayunó frugalmente y como siempre le pidió a
Mercedes que leyera los diarios. Tras el almuerzo sintió unos fuertes dolores
en el estómago. Fue llevado a su cama donde murió aproximadamente a las tres de
la tarde.
En su testamento había prohibido que se le
hiciera ningún tipo de funeral ni homenaje. Solo quería que su corazón
descansara en Buenos Aires. Se sabe, en Argentina los trámites son lentos y hubo que
esperar treinta años para que se cumpliera la última voluntad del Libertador.
La demora injustificable quizás tuvo que ver
con que a los poderosos de entonces, a los antihéroes, los perseguía la frase
de don José: “En el último rincón de la tierra en que me halle estaré pronto a
luchar por la libertad.”.
Extraído de: “Los Mitos de la historia argentina
2” de Felipe Pigna
Buenos Aires - Editorial Planeta - 2005